Un accidente de coche salvó a Sandra de las redes de trata de personas

El proxeneta y su esposa iban en los asientos de adelante. Sandra Ferrini comía un sándwich en la parte de atrás. En cada mordisco dejaba caer las migas sobre el tapizado, en lo que entendía una inocente venganza. Un camión embistió al auto en el que viajaban y a otros nueve vehículos. El espectacular choque fue titular en la prensa italiana. Sandra sobrevivió, pero quedó por un tiempo en silla de ruedas. Aquel accidente de 2005 fue, paradójicamente, uno de los momentos más felices de su vida. La red de trata que la explotaba desde hacía 37 años la dejó tirada -y libre- en la calle. «La máquina dejó de funcionar».

Durante la entrevista con el diario El País de Montevideo pide no abrir las cortinas, está acostumbrada al encierro. Su historia, como la de 21 millones de personas en el mundo que son objeto de trata según la Organización Internacional de Trabajo, transcurre en penumbras. Apenas parte del Estado y las ONG que se ocupan de dar cobijo a las mujeres explotadas sexualmente, toman dimensión del asunto. El Paso, una de estas organizaciones uruguayas, atendía hace tres años a una víctima por semana. Hoy llegan a cinco.

El dinero, estimado en 150.000 millones de dólares anuales a nivel mundial y apenas por debajo del narcotráfico, sumado a la larga utilidad del producto-máquina-persona, explica el poderío de este «negocio». Sandra llegó a «valer» 1.000 dólares en Italia y el doble en España. Todo para que la dejaran hablar con su hijo o que su padre permaneciera con vida un día más.

La primera vez fue cuando tenía ocho años; su madre la vendió a un vecino del Cerrito de la Victoria. La niña debió cruzar el cantero que separaba ambas casas y vio al hombre cuando su esposa no estaba. En el dormitorio, aquel adulto de rasgos agresivos, recuerda, le hizo algo que a ella le dolía, pero no lograba comprender qué era. Su madre esperó en el living, cobró y se fue. En los días -y años- siguientes Sandra fue el recipiente en el que otros vecinos y sus amigos depositaron su goce y los valores de una sociedad machista.

«A los 14 años conocí al joven D. Me prometió que iba a sacarme de aquel infierno y me llevó a vivir a un hotel en Paso Molino. Me contó que robaba y que con esa plata íbamos a comer», recuerda Sandra como flashes, otra de las secuelas que le dejó la explotación. Pero al tercer día de su «nueva» vida, el «compañero» le manifestó que la Policía lo buscaba y que ella debía salir a la calle. «Ya lo hiciste más de una vez». Esa fue la excusa. «Si no, mato a tu viejo». Esa fue la amenaza.

Puede que para cualquier mortal la primera pregunta sea: ¿cómo no escapó? «Es difícil tener opción cuando la persona está en situación de vulnerabilidad, sufre maltrato y amenazas», explica Sandra Perroni, coordinadora del servicio de atención a víctimas de trata de la ONG El Paso y del Mides. Por eso a la hora del reclutamiento -el primer paso de toda red- hay un juego de seducción y otro de fuerza.

A sus 55 años, Sandra Ferrini no tiene casi familia. Tuvo cuatro hijos: uno murió a los pocos días de nacer, otro se suicidó, a un tercero lo robó la red en Italia y al cuarto no lo ve desde que su historia se hizo pública en una película y sus nietos conocieron el verdadero trasfondo. La madre, a quien nunca denunció por temor, murió. Su padre, que trabajaba «todo el día» y era la razón por la cual Sandra intentaba no bajar los brazos, también.

Más de una vez Sandra pensó en suicidarse. De hecho, tras el primer parto que fue complicado y por cesárea, le aconsejaron no volver a embarazarse. Y ella lo buscó adrede: era su mecanismo para morir feliz. En las muñecas tiene las cicatrices de los cortes de la adolescencia. En el pecho tiene las marcas de los senos que le extirparon: el aceite de avión que le obligaron a inyectarse (por eso de que era «chatita») terminó generándole un cáncer. Y ahora la huella física que más la aqueja son unos «tumorcitos» en el cerebro consecuencia de cuando la «surtían a palos».

Sandra debía trabajar desde la mañana hasta la madrugada. Empezó parándose en Bulevar Artigas y Francisco Gallinal. Todo el dinero iba para el joven D., quien repartía lo recaudado con la madre de ella. Luego «atendió» en whiskerías de la Aduana, en Argentina y el interior. Hasta que la llevaron a Paysandú, con la excusa del velorio de una conocida del joven D., para sacar un pasaporte falso (con los años pudo desmontarse esa pata de las redes que contaba con el apoyo del Estado). Fue así que le ofrecieron-amenazaron para ir a España. «Las promesas fueron seis meses de trabajo y después la libertad». Pero aquello fue el infierno. O al menos la puerta de entrada.

El caso de Sandra es uno más de los testimonios de uruguayas que fueron reclutadas y llevadas a Europa en la década de 1990. «Esa modalidad aún no terminó», dice el sociólogo Pablo Guerra. Lo novedoso, explica, es que Uruguay «volvió a ser un país receptivo de las redes». Es que las rutas van cambiando según la situación de los países. En 2008, con la crisis económica que golpeó a Estados Unidos y a Europa, Uruguay pasó a transformarse en zona de tránsito y destino.

Así lo advirtió el Departamento de Estado de Estados Unidos el pasado julio: «Uruguay es un país de origen, tránsito y destino para hombres, mujeres y niños explotados en tareas de trabajo forzoso y trata con fines sexuales (…) Mujeres de la República Dominicana (y, en menor medida, mujeres de otros países sudamericanos) son explotadas en Uruguay».

Solo en 2014, el Mides atendió 113 posibles víctimas de trata con fines de explotación sexual y otras cinco por trata laboral. Del total, 97 eran ciudadanas dominicanas. No en todos los casos la Justicia pudo comprobar el delito. Hasta ahora ninguno de los dos juzgados especializados en Crimen Organizado identificó la trata para el trabajo doméstico, una de las advertencias que realizan las ONG.

Con todo, muchos relatos continúan ocultos. «Hay veces en que la víctima no es consciente de que es víctima», explica Perroni. Otras, como en el caso de Sandra Ferrini, la persona teme denunciar por desconfianza en las instituciones.

Sandra no sabe a ciencia cierta cuántos integraban la red que la llevó a Europa. Recuerda que en el primer viaje eran tres proxenetas uruguayos que sólo se encargaban de «custodiar» a siete chicas. «En el avión teníamos prohibido hablar con la gente, conversar entre nosotras y hasta nos negaban ir al baño», recuerda, pero cada vez que consideraba la posibilidad de escaparse, la amenaza de matar a su hijo o a su padre aparecía como por arte de magia y le hacía cambiar de opinión.

En España no alcanzó a estar un mes. El joven D. y sus secuaces le habían advertido de no hablar con los gitanos. Si algo aprendió Sandra durante su explotación es que cuando le impedían «algo», ese «algo» podía ser su salvación.

En una de esas noches en que la obligaban a bajar a la plaza para cobrar 34.000 pesetas por 15 minutos de sexo (aún no estaba el euro), fue hasta un bar. Se puso a jugar con una máquina tragamonedas al lado de un gitano y le rogó que la ayudara a escapar. Así fue, metralletas mediante, que a la mañana siguiente la sacaron de la pensión y le dieron dinero para hospedarse en Madrid a la espera de que el Consulado de Uruguay la repatriara. Fue cuestión de pisar Montevideo cuando su madre ya le tenía prontas las medias para que se parase esa misma noche en Bulevar y Gallinal. No tuvo opción.

Con Sandra lo que funcionó fueron las amenazas y los golpes. Al tiempo de su regreso a Uruguay, el joven D. la encontró. Le apuntó con un arma y la obligó a viajar a Italia. Era el Mundial de fútbol, lo que facilitó su ingreso. Estuvo en Milán, en Roma y en Sicilia. «Ahí eran las peores condiciones… Dormía en camas que compartía con otras chicas, nos llevaban al supermercado y no nos dejaban comprar preservativos, teníamos prohibido hablar con desconocidos, debías ir a trabajar cuando ellos querían, no podíamos estar más de tres veces con el mismo cliente y cuando estábamos menstruando nos decían: La máquina pierde aceite». Hace una pausa. «Y desde Uruguay, mi madre me cobraba US$ 2.500 por hablar con mi hijo por teléfono».

Hasta que un día, en 2005, la máquina dejó de funcionar. Por los maltratos que recibió en el hospital, después del accidente, obtuvo dinero con el que construyó su humilde casa en Uruguay.

Puede que el joven D. y los otros integrantes de la red sigan trabajando en Italia. Son los vestigios de esos uruguayos que montaron redes en Europa, los mismos que fueron «desplazados por los rumanos», cuenta el subcomisario Mezquita. A Sandra lo único que le importa es que «ninguna chica pase» por su situación. Pero por ahora, advierte el sociólogo Guerra, «hasta en el pueblito más chico uno puede encontrarse casos». Y para eso no hace falta tomarse un avión.

La víctima

Seis de cada 10 víctimas de trata tuvieron una infancia muy problemática, revela una investigación de Pablo Guerra. El sociólogo se centró en las mujeres que ejercen la prostitución, y constató que 3,2% de las encuestadas fue víctima directa y el 42% tiene conocimiento de algún caso.

El ofrecimiento de un trabajo muy bien pago y con posibilidad de hacer dinero en poco tiempo suele ser el mecanismo de seducción.

En Uruguay no se han comprobado casos de raptos asociados a redes de trata. En República Dominicana dicen que en Uruguay se gana US$ 2.000 al mes. Otras estrategias son las amenazas y la utilización de drogas.

El 98% de la explotación sexual a nivel mundial es femenina y de personas trans. Otros tipos de trata, como la laboral, suelen darse en la pesca, el trabajo doméstico y el cuidado de adultos.

Fuente (y noticia completa): Diario El País de Montevideo