Por Tomás Loyola Barberis
La trata de blancas es cosa del pasado. Para hablar con propiedad hagámoslo hablando de trata de seres humanos, un delito que consiste en el traslado forzoso o por engaño de una o varias personas de su lugar de origen (ya sea a nivel interno del país o transnacional), la privación total o parcial de su libertad y la explotación laboral, sexual o similar. Se diferencia así del tráfico de personas, que simplemente implica el traslado o el ingreso de migrantes a través de las fronteras, sin necesidad de que haya coerción o engaño.
Es común incurrir en estos errores, pero es necesario que en los medios de comunicación y en los distintos foros en los que se aborda este delito se unifique el criterio: trata de seres humanos no es igual a trata de blancas, no es igual a prostitución ni mucho menos es igual a tráfico. En suma, trata y tráfico no son sinónimos.
La trata de personas tiene diversos fines, uno de los cuales es la explotación sexual de las víctimas, y es sobre el que Chicas Nuevas 24 Horas pone el ojo. Pero lo hace, además, desde un punto de vista novedoso: el negocio, el lucro que obtienen los y las tratantes, las formas en que se consigue la captación de las víctimas, la usura, la ilegalidad y todo el dinero que genera la existencia de estas redes. Porque no solo hablamos del dinero que se paga por cada sesión con las víctimas, sino también de los taxis, los alojamientos, los viajes, las imprentas, los anuncios, los alquileres, la ropa, las drogas, el alcohol y un largo etcétera.
Los clientes, es decir quienes demandan los servicios, son los que mantienen la constante necesidad de oferta de carne humana, de mujeres principalmente en esta variante de la trata. Mujeres y niñas –sí, menores de edad– que son arrancadas de sus hogares con la promesa de sueños migratorios que les permitirán salir de la pobreza y ayudar a sus familias, pero que acaban convertidas en auténticas pesadillas: esclavitud, violencia física y psicológica, maltrato, secuestro, extorsión, amenazas, peligros, obligación de consumir alcohol y drogas, paupérrimas condiciones de vida, hacinamiento, falta de higiene… y, finalmente, la muerte.
Son mujeres que contraen una deuda para cumplir su sueño, pero que acaban no solo perdiendo sus documentos, su libertad y su dignidad, sino que también ponen en una situación de peligro a las familias en sus lugares de origen, quienes han contraído obligaciones para pagar el viaje de las futuras víctimas y a quienes se les llega a amenazar en caso de que la deuda no sea cancelada en su totalidad. A ello se suman amenazas por motivos religiosos, por creencias, e incluso por la presión social que significa en ciertas comunidades el haber ejercido la prostitución. Con eso, se anula la voluntad, la conciencia y el valor de las víctimas, sometiéndolas a ejercer en un negocio que las considera un producto desechable.
De esto hablamos cuando hablamos de trata de personas. No hablamos de la prostitución de lujo ni de la voluntaria en cualquier grado; no hablamos del negocio de la pornografía y del sexo seguro; no hablamos de apartamentos de lujo en entornos privilegiados de las ciudades ni hablamos de mujeres que han tomado una decisión consciente. Por el contrario, hablamos de víctimas, de personas que están siendo explotadas sexualmente para el lucro de otros, cuya deuda aumenta a diario por el simple hecho de respirar, de necesitar cuidados básicos, de alimentarse o de ponerse malas.
Cuando hablamos de trata no hay confusión: es una violación de los derechos humanos de niñas y de mujeres, que son trasladadas, maltratadas y explotadas, y cuyo porcentaje dentro del universo de los y las trabajadoras del sexo es abrumador: un 80% o más.
Basta ya de eufemismos y de dar vuelta la cara ante la realidad: la explotación sexual no es una forma de salir de la pobreza, ni para las víctimas ni para sus familias. No están allí por placer ni por gusto, mucho menos por necesidad. Y el llamamiento no es solo para las autoridades de Gobierno, generales, autonómicas y locales, sino que es para todo ciudadano y ciudadana que es responsable de la existencia y proliferación de un negocio como este. Somos todos cómplices de su existencia y de la imposibilidad de erradicarlo. Mientras sigamos desviando la vista de los problemas sociales que nos aquejan como sociedad y, sobre todo de los que afectan a otros países, jamás se conseguirá luchar de forma eficaz contra este delito.
Educar, comprender, informarse y levantar la voz son los primeros pasos para frenar la trata de personas, evitando de raíz la demanda de esos “productos desechables” a quienes se desnuda por dentro y por fuera, se les quitan los derechos y se les niega la libertad. Eso, en cualquier lugar, se llama esclavitud. Y hoy, en pleno siglo XXI, la estamos permitiendo y fomentando. En vuestras conciencias queda…