por Tomás Loyola Barberis
Isabel Allende, la escritora chilena más vendida y reconocida en el mundo, dedica dos páginas de su última novela, El amante japonés, a describir la situación de la trata de personas y la explotación sexual. Lo que pueden parecer recursos literarios, no son más que extractos de una dolorosa verdad que refleja el sometimiento y la pérdida de libertad, la desnudez total de derechos que Flor de Torres reconocía en un artículo anterior.
Un día llegó a la aldea una mujer proveniente de la ciudad a reclutar chicas de los campos para trabajar de camareras en otro país. Ofreció a Radmila la deslumbrante oportunidad que se presenta una vez en la vida: pasaporte y pasaje, trabajo fácil y buen sueldo. Le aseguró que solo con las propinas podría ahorrar lo suficiente para comprarse una casa en menos de tres años. Ignorando las advertencias desesperadas de sus padres, Radmila se encaramó al tren con la alcahueta sin sospechar que terminaría en las garras de rufianes turcos en un burdel de Aksaray, en Estambul. Durante dos años la tuvieron prisionera, sirviendo a entre treinta y cuarenta hombres al día para pagar la deuda de su pasaje, que nunca disminuía, porque le cobraban el alojamiento, la comida, la ducha y los condones. Las chicas que se resistían eran marcadas a golpes y cuchillo, quemadas o amanecían muertas en un callejón. Escapar sin dinero ni documentos resultaba imposible, vivían encerradas, sin conocer el idioma, el barrio y mucho menos la ciudad; si lograban eludir a los chulos se enfrentaban a los policías, que eran también los más asiduos clientes, a quienes debían complacer gratis. «Una muchacha saltó por la ventana desde un tercer piso y quedó con medio cuerpo paralizado, pero no se libró de seguir trabajando», le contó Radmila a Irina en ese tono entre melodramático y didáctico con que se refería a esa etapa miserable de su vida. «Como no podía controlar los esfínteres y se ensuciaba entera, los hombres la usaban por la mitad de precio. Otra se quedó embarazada y servía sobre un colchón con un hueco en el centro para acomodar la barriga; en su caso los clientes pagaban más, porque cogerse a una mujer preñada cura la gonorrea, eso creían. Cuando los chulos querían caras nuevas, nos vendían a otros burdeles, y así íbamos bajando de nivel hasta llegar al fondo del infierno. A mí me salvó el fuego y un hombre que se compadeció de mí. Una noche se produjo un incendio, que se extendió por varias casas del barrio. Acudieron los periodistas con sus cámaras, y entonces la policía no pudo hacer la vista gorda; arrestaron a las chicas que estábamos tiritando en la calle, pero no arrestaron a ninguno de los malditos alcahuetes ni a los clientes. Salimos en televisión, nos tildaron de viciosas; éramos las culpables de las porquerías que ocurrían en Aksaray. Nos iban a deportar, pero un policía que yo conocía me ayudó a escapar y me consiguió un pasaporte».
Pero muchas de estas historias no tienen literatura y son pura realidad. Esas son las que recogió Mabel Lozano en Chicas Nuevas 24 Horas, despojándolas de todo dramatismo sensacionalista, desnudándolas y dejándolas solo con las emociones y la verdad de Yandy, Estela, Sofía y Ana Ramona. Porque sus historias no requieren artificios. Solo merecen ser contadas para que, en el futuro, haya menos víctimas y menos demanda.