por Isabel Gracia
Cuando cae la noche en la ciudad boliviana de El Alto, las luces alumbran un espectáculo en el que hay cabida para casi todo. Caseritas que ofrecen todo tipo de alimentos se funden con lustrabotas, voceros, vendedores de tecnología barata, limpiavidrios y un largo etcétera. Algunos aprovechan para hacer las últimas compras del día y otros esquivan a transeúntes y vehículos para llegar a casa después de una larga jornada laboral.
La Ceja es la puerta de entrada a la ciudad y un barrio al borde del abismo sobre La Paz. Un abismo al que se precipitan cada día niños, niñas y adolescentes por la falta de oportunidades y la discriminación de una sociedad que todavía coloca a la niñez y a la mujer en un nivel inferior con respecto a los hombres.
Bajo la pasarela de la Ceja, frente a unas señoras que venden papas y verduras, un grupo de ocho adolescentes que no llegan a la mayoría de edad esnifan inhalante frente a la indiferencia de la gente. Sus ojos brillan y sus miradas perdidas se camuflan entre la multitud. Apenas hablan, excepto cuando alguna alerta a otra de que hay un “cliente” dispuesto a llevarla a uno de los cientos de alojamientos de la zona a tener relaciones sexuales por un precio mísero. El vuelo —inhalar droga— es la única forma de afrontar el frío de las noches y la repulsión de acostarse con un desconocido que les triplica la edad. La venta de su cuerpo es la vía para sufragar el costo de la droga. Un círculo vicioso que se perpetúa sin fin.
Elisabeth Velasco, psicóloga de la fundación Munasim Kullakita (“Quiérete hermanita” en aymara) sale todos los jueves por la noche con un equipo de trabajadores sociales, educadores y voluntarios a rastrear la zona intentando sacar a estas chicas de la situación que viven. “La mayoría de ellas han huido de sus casas después de haber sufrido violencia sexual, en muchos casos por parte de un miembro de la familia. Si avisan a la mamá o a alguien no les creen, les dicen que ellas le han debido provocar y ahí empieza el problema”, señala Velasco.
La violencia sexual comercial es un delito por el cual una persona paga, en dinero o especie, a una niña, niño o adolescente o a una tercera persona, para tener cualquier tipo de actividad sexual, erótica o pornográfica con ellos. Desde 2006 está estipulada en la Ley de Trata y Tráfico de Personas y se castiga con penas de privación de libertad de entre ocho y veinte años.
El Alto es la ciudad que presenta mayores índices de violencia sexual comercial del país. El caldo de cultivo son las aproximadamente 3.000 personas que viven en la calle, de las que el 40% (1.200) tienen entre 10 y 19 años, según datos de la Defensoría de la Niñez. La pobreza de muchos hogares y la violencia intrafamiliar en sus múltiples formas son las causas para que ello suceda.
Caminando por las calles aledañas a la Ceja, en el barrio del Tilín, en el local América o la misma avenida Antofagasta, es fácil encontrar más vestigios de esta dura realidad. Clubes nocturnos y alojamientos albergan a las chicas que han decidido alquilarse un “telo” (habitaciones clandestinas donde duermen y mantienen relaciones) y conforman un paisaje lúgubre y dantesco.
El alquiler de una pieza es de unos 120 bolivianos por noche. Y la media de las ganancias de las chicas 400 diarios, más o menos lo que cuesta cenar en uno de los restaurantes lujosos de la zona Sur de La Paz. Con esos ingresos pagan el alojamiento, comen y se visten. “Hacer pieza”, expresión coloquial que utilizan para denominar la actividad sexual, se convierte para las chicas en el único recurso para sobrevivir.
“Los clientes suelen ser los mismos casi siempre. Algunos son taxistas, profesores y hasta policías. Muchas veces se hacen pasar por polis y nos amenazan con llevarnos a la comisaría o a nuestras casas. En ese caso tenemos que aceptar que no nos paguen o que no quieran usar protección”, explica una adolescente que prefiere no revelar su nombre.
Reducto de esperanza
A escasos kilómetros de aquel pandemonio se ubica el hogar Munasim Kullakita fundado hace nueve años. La que un día fue la primera vivienda del padre Sebastián Obermaier —reconocido por haber dibujado un skyline de El Alto lleno de iglesias católicas—, pasó después a ser un convento de monjas y ahora acoge a chicas víctimas o en riesgo de sufrir violencia sexual comercial. Por el hogar han pasado alrededor de 800 niñas y adolescentes, a las que se restituye la confianza y autoestima perdida. “También trabajamos la formación de lideresas que sean capaces de ganar en autonomía el día de mañana y ayudar a otras chicas que atraviesen la misma situación”, apunta el educador Luis Saucedo.
Tamara lleva seis meses compartiendo espacio con otras 17 chicas en el hogar. Los abusos de su padre la empujaron a la calle, donde pasó un año vendiendo su cuerpo para poder sobrevivir. “Me fui de casa con 20 bolivianos y las primeras noches las pasé debajo de un puente, con otras chicas. Una de ellas me dijo que lo mejor era que hiciera pieza y así empecé. Al principio me pagaban 500 bolivianos porque era virgen, pero luego ya te dicen usada y te pagan menos”. Su hermanastro recorrió las calles de El Alto hasta que dio con ella, justo la noche antes de que se marchara a Brasil con una supuesta oferta de trabajo de un hombre desconocido.
Ahora como el resto de compañeras hace terapia psicológica para dejar su adicción al alcohol, al mismo tiempo que continúa sus estudios y se forma en los talleres que ofrece el hogar: panadería, gastronomía, costura, confección, computación y arte. “Lo que más me gusta son las masitas (dulces). Los lunes y jueves vamos al mercado y vendemos. Cuando salga de aquí me gustaría seguir estudiando y trabajar en una panadería”.
El hogar es transitorio y busca la reinserción de las chicas en sus familias núcleo o extendidas. “Muchas veces la situación con sus padres o hermanos es delicada. Entonces buscamos a otros familiares que se puedan hacer cargo de ellas. Hay chicas que están aquí unos meses pero tenemos casos de otras que están hasta la mayoría de edad porque no tienen a nadie”, explica Elisabeth, psicóloga.
Dos esquelas presiden la pared de una de las tres habitaciones del hogar. Una es de un bebé y otra de un chico joven. Son la pareja y el hijo de Patricia (nombre ficticio), que pasó cinco años de su vida en las calles y los suburbios de la ciudad de El Alto. El novio murió de sida a los 18 años. A ella se lo diagnosticaron cuando estaba embarazada de su pequeño. “Cuando supe que iba a ser mamá, dije tengo que salir de la calle. Y busqué ayuda. Así llegué aquí”. El nacimiento de su bebé fue una fiesta en el hogar, pero un año después falleció por problemas respiratorios.
Patricia solo mira al pasado cuando contempla las esquelas y fotografías de lo que fue su familia. Ahora sueña con ser piloto de aviones “para pasear a todo lado y sentirme libre”, dice.
Daniela lava su ropa en la lavandería y la tiende en el patio. Ella no ha sido víctima de violencia sexual comercial, pero el riesgo de acabar en la calle como las demás chicas era alto por sus circunstancias familiares. “Antes la autoestima la tenía bien baja. Siempre me decían que no sabía hacer nada, que no servía para nada. Aquí me han hecho dar cuenta de que tengo muchas habilidades, que sé cocinar, sé hacer muchas cosas”. A sus 15 años, Daniela ya tiene claro lo que quiere hacer cuando salga del hogar. “Seguir formándome y estudiar Medicina. Gracias al cariño que me han dado aquí me he dado cuenta de que puedo sobresalir”.
Ya es casi la hora de almorzar y la mayoría de las chicas ven una película en el salón mientras esperan la comida. Miran ensimismadas la tele y varias se ríen a carcajadas. Se las ve felices. A unos metros Paola da el pecho a su bebé. Se fue de su casa a los 11 años y en los últimos cinco ha pasado por diferentes hogares, hasta que llegó a Munasim Kullakita.
La gastronomía es su fuerte, también la costura, pero en su horizonte se dibuja un futuro más ambicioso. “Quiero ser psicóloga para ayudar a las personas, sobre todo a niños, niñas y adolescentes. Sus papás no los entienden. Solo quiero que la sociedad se dé cuenta de que los adolescentes se destruyen la vida así en la calle”. La formación en panadería dentro del hogar le dio la posibilidad de hacer unas prácticas en una pastelería cercana. “Me ha ido bien, pero miraba a mis otras compañeras, bien desgastadas, flacas… se les nota el consumo (de drogas). Las miro y me pongo a veces mal. Les digo que lo dejen, que vengan a Munasim, que aquí hay una salida”.
El hogar, que sigue el modelo educativo-terapéutico, es el único que existe específicamente para víctimas de violencia sexual comercial en El Alto. Tiene capacidad para 20 menores de edad, un granito de arena en un problema que afecta a cientos de niñas y adolescentes en todo el país. Munasim Kullakita se mantiene gracias a ONG como Icco, Cáritas Alemana o conexión Fondo de Emancipación, y especialmente gracias al tesón de su director, Ricardo Giavarini o “Papá Grande”, como lo conocen todos. El físico robusto de este italiano que llegó hace 37 años a Bolivia es comparable a los esfuerzos que destina para sostener el hogar. Desde su pueblito cerca de Milán llega cada cierto tiempo dinero recaudado en actos benéficos y sociales. El último ha sido la publicación del libro “Puerta abierta a La Paz” una obra que narra su vida en Bolivia y su labor social. Todos los beneficios de la venta viajan desde Italia hasta El Alto.
Si hay algo que le quita el sueño a Ricardo es el futuro de las niñas que cumplen la mayoría de edad y no tienen a nadie. Si bien es cierto que las preparan para que sean independientes y tengan una profesión, el riesgo de volver a caer en las redes de la trata existe. Por eso, a unos kilómetros de El Alto, en el pueblo de Tilata, la Fundación ha construido viviendas para las chicas que salgan del hogar y no tengan familia. “Les damos casa y comida al principio. Después ellas tienen que buscar trabajo para sustentarse. Lo que se busca es que sean autónomas”, dice Giavarini.
Patricia y Paola son dos candidatas para ir a Tilata. Su ilusión se palpa de lejos. Han crecido antes de tiempo y con 18 y 16 años respectivamente se sienten preparadas para emprender una nueva vida alejada de los riesgos de la calle. “Ahora solo pienso en mi bienestar y en el de mi hijo”, afirma Paola. “Si mi mamá me viera, estaría orgullosa de mí. He caído, pero me he sabido levantar”, concluye Patricia.